Estudios de viabilidad para transporte y movilidad: cómo evaluar proyectos y decidir la mejor inversión

Lluis Sanvicens • 16 November 2025

Estudios de viabilidad para transporte y movilidad: cómo evaluar proyectos y decidir la mejor inversión

Las decisiones en materia de transporte nunca son sencillas. Resolver un problema de movilidad puede implicar construir un nuevo carril bus, ampliar una carretera, crear un intercambiador, implantar un tranvía o renovar una línea ferroviaria. Pero, en muchas ocasiones, la mejor respuesta no es levantar una infraestructura nueva, sino invertir en mejorar la operación, reforzar el mantenimiento, renovar lo existente o incluso cambiar el modelo de servicio. A veces la solución pasa por implantar un sistema de autobuses de alta capacidad en lugar de una infraestructura tipo metro, y en otras ocasiones es justo al revés.


Cada una de estas decisiones arrastra implicaciones económicas, sociales y ambientales de gran calado. Las inversiones suelen movilizar millones de euros, requieren años de planificación y obra, y condicionan la movilidad de decenas de miles de personas durante décadas. Al mismo tiempo, están expuestas a riesgos muy conocidos: sobrecostes en la ejecución, infraestructuras infrautilizadas, impactos ambientales no previstos o soluciones que, pese a ser técnicamente brillantes, no resuelven el problema que originó su creación. Para ordenar este tipo de decisiones existe una disciplina específica: el análisis de viabilidad y la evaluación socioeconómica de proyectos, cuyo propósito fundamental es ayudar a responder preguntas muy concretas. ¿Debe hacerse este proyecto? ¿Qué opción aporta más valor? ¿Qué alternativa resuelve mejor el problema de movilidad, con el menor coste y el menor riesgo?


Este artículo recorre, de forma accesible, los pasos principales de ese proceso y describe el marco que permite a administraciones públicas, consultoras, operadores y ciudadanía entender cuándo una inversión está justificada y cuándo la mejor decisión es, sencillamente, otra distinta.



1. Identificar correctamente el problema


Todo análisis serio comienza por una premisa esencial: en movilidad no se evalúan proyectos, se evalúan problemas. La tentación natural, y muy frecuente, es enamorarse de la solución desde el primer minuto. Es habitual escuchar que una ciudad “necesita un tranvía”, “tiene que ampliar la ronda” o “debe construir un intercambiador”, incluso antes de formular con precisión qué está fallando en su sistema de movilidad.


Sin embargo, sin un diagnóstico claro, cualquier solución corre el riesgo de ser ineficaz, costosa o directamente innecesaria. Identificar el problema significa entender qué está fallando realmente en el sistema. Puede tratarse de congestión recurrente en los accesos a la ciudad, de tiempos de viaje imprevisibles en ciertos corredores, de ausencia de alternativas sostenibles en determinados barrios, de accesibilidad insuficiente a centros de empleo o de estudio, de inseguridad vial en ejes concretos, de saturación de una línea de transporte público o de conexiones deficientes entre barrios periféricos. Cada uno de estos síntomas puede tener causas muy diferentes y, por tanto, requerir intervenciones muy distintas.


Cuando la definición del problema es vaga o se da por supuesta, se cometen errores que se repiten una y otra vez en muchas ciudades: infraestructuras sobredimensionadas respecto a la demanda real, inversiones que no aportan mejoras tangibles a la ciudadanía, actuaciones que no abordan la causa real del mal funcionamiento o gastos que, con el tiempo, terminan generando más problemas de los que resuelven. Un diagnóstico riguroso permite distinguir si lo lógico es construir una nueva infraestructura, renovar la existente, reforzar el mantenimiento, mejorar la operación o replantear el propio modelo de servicio. Sin esa claridad inicial, cualquier inversión —por grande o sofisticada que sea— corre el riesgo de atacar el síntoma, pero no la raíz del problema.


2. Establecer objetivos claros y medibles


Una vez comprendido el problema, el siguiente paso consiste en traducirlo en objetivos concretos y verificables. Sin objetivos claros, cualquier intervención, por bien intencionada que sea, se convierte en un conjunto de acciones sin rumbo ni criterios para evaluar su éxito. Los objetivos deben responder a preguntas muy directas: qué se quiere que cambie, en qué medida, para quién y en qué plazo.


No basta con afirmar que se quiere “mejorar la movilidad” o “reducir la congestión”, porque esas expresiones pueden significar cosas muy distintas para personas diferentes. Un objetivo bien formulado debe poder medirse. Por ejemplo, puede fijarse como meta reducir en un 20% los tiempos medios de viaje en hora punta en un determinado corredor, aumentar la cuota de uso del transporte público hasta 35% en el área de estudio, disminuir en 30% las emisiones asociadas a la movilidad en una zona concreta o garantizar que la mayor parte de la población tiene acceso a centros educativos o sanitarios a menos de 500 metros a pie.


Estos objetivos permiten comprobar, una vez implantada una actuación, si realmente se ha conseguido lo que se perseguía. Pero además orientan la elección de alternativas. Si el objetivo principal es mejorar la accesibilidad peatonal, probablemente no será necesaria una gran infraestructura viaria y será más coherente apostar por actuaciones sobre el entorno urbano, la red de itinerarios a pie o la seguridad en los cruces. Si el objetivo es aumentar significativamente la capacidad de transporte en un corredor saturado, puede que las mejoras en operación y mantenimiento deban ir acompañadas de una nueva infraestructura o de un cambio profundo en el modelo de servicio. En evaluación de proyectos, los objetivos son el puente entre el diagnóstico del problema y la selección de la solución más adecuada. Sin objetivos cuantificados, resulta imposible valorar si una inversión tiene sentido, si mejora la situación de forma significativa y si el gasto público está justificado.


3. Comparar alternativas, incluido el “no hacer nada”


Con los objetivos ya definidos, llega uno de los pasos más importantes, y a la vez menos entendidos por el público general: la comparación de alternativas. Nunca debería evaluarse una solución de forma aislada. Las guías internacionales sobre inversión pública son claras en este punto: siempre deben analizarse, como mínimo, varias opciones distintas, incluyendo el escenario de referencia sin actuación.

Este proceso permite responder de verdad a la pregunta clave: qué opción resuelve mejor el problema, con mayor beneficio y menor coste o riesgo. Para ello suele partirse de un escenario de referencia que describe cómo evolucionaría la movilidad si no se hiciera nada. Este escenario no sirve para justificar la inacción, sino como línea base para medir el impacto real de las otras alternativas.


A partir de ahí se formulan alternativas de bajo coste, centradas en medidas de gestión y optimización: reorganización del tráfico, ajustes en la regulación semafórica, creación de carriles bus, gestión del estacionamiento o reordenación de líneas de transporte público. Bien diseñadas, estas medidas pueden ofrecer mejoras relevantes sin necesidad de grandes obras. En un segundo nivel se analizan alternativas de inversión media que requieren cierta infraestructura adicional: carriles reservados, sistemas de autobuses de alta capacidad, nuevas líneas o refuerzos de transporte público, ampliación de estaciones o intercambiadores existentes. Son opciones intermedias que pueden lograr beneficios significativos con costes razonables.


Finalmente, cuando el problema o los objetivos requieren una transformación profunda del sistema, se estudian alternativas de alta inversión: tranvías urbanos, túneles y pasos a distinto nivel, grandes intercambiadores, plataformas segregadas o nuevas líneas ferroviarias. Lo importante no es tanto el “brillo” de la solución como el rigor con el que se analiza su adecuación al problema definido. Todas las alternativas deben evaluarse con criterios homogéneos: capacidad, costes, beneficios, impactos ambientales, riesgos y coherencia con los objetivos marcados. La elección no debería hacerse por preferencia estética o por impulso político, sino sobre la base de la evidencia: qué opción proporciona la mejor relación entre resultados, inversión y riesgo.



En muchos casos, una mejora operacional o una reorganización inteligente del sistema existente resuelve el problema sin necesidad de infraestructuras de gran envergadura. En otros, las medidas ligeras son insuficientes y la única forma de responder a la demanda futura es una inversión estructural mayor. La clave está en comparar con rigor, sin descartar a priori ninguna opción.


4. Análisis de costes y viabilidad económica


Una vez comparadas las alternativas, el siguiente paso consiste en analizar la inversión desde la perspectiva estrictamente económica del gestor, del operador o de la administración que debe financiarla. En esta fase no se evalúan todavía los beneficios sociales o ambientales, sino que se trata de responder a una pregunta más directa: cuánto cuesta realmente implementar y mantener cada opción y cómo se financia esa decisión.

Este análisis incorpora el coste de construcción, que incluye todo lo necesario para poner en marcha la alternativa: obra civil, instalaciones, material móvil, señalización, sistemas de control, urbanización asociada y cualquier infraestructura auxiliar. En proyectos ferroviarios, por ejemplo, a los costes básicos hay que añadir la complejidad de la vía, la electrificación, los enclavamientos o la integración urbana, que pueden multiplicar la inversión.


Además, se estudian los costes de operación y mantenimiento a lo largo de toda la vida útil del proyecto. Toda solución requiere recursos para funcionar: personal, energía, revisiones, limpieza, seguridad, renovaciones, inspecciones, reparaciones programadas y mantenimiento extraordinario. En transporte, estos costes operativos pueden acabar superando, en valor acumulado, a la inversión inicial, por lo que analizarlos adecuadamente no es un detalle, sino una condición indispensable.


En algunos proyectos existen también ingresos directos, como tarifas, cánones o explotación de servicios asociados, que compensan parcialmente los costes. Sin embargo, en la mayoría de sistemas de transporte público los ingresos por tarifas no cubren los gastos de operación, y mucho menos la inversión. Eso no invalida el proyecto, pero condiciona cómo se estructura la financiación, qué parte debe cubrirse con recursos públicos y qué grado de subvención se considera aceptable.


El análisis económico permite calcular las necesidades de financiación, la combinación entre subvenciones, préstamos y recursos propios, y evaluar la estructura financiera más adecuada, ya sea financiación pública directa, fórmulas de colaboración público–privada, concesiones o esquemas mixtos. También incorpora el valor residual al final de la vida útil de la infraestructura y del material móvil, ya que, tras el horizonte de análisis, muchos activos conservan un valor económico que conviene contabilizar.


Para integrar todos estos elementos de forma coherente se utiliza el análisis de flujos de caja descontados. Este método actualiza los costes y los ingresos futuros al valor presente, teniendo en cuenta el valor temporal del dinero, la inflación y el coste del capital. A partir de ahí se calculan indicadores como el valor actual neto financiero, la tasa interna de retorno financiera o determinados ratios de cobertura de deuda en proyectos con financiación compleja. Estos indicadores ayudan a determinar si un proyecto es sostenible desde el punto de vista económico y qué implicaciones tiene para el presupuesto del gestor.



Conviene insistir en una idea: un proyecto financieramente deficitario puede estar perfectamente justificado desde el punto de vista social. La mayor parte de los tranvías, redes de metro, líneas de autobús urbano o servicios de cercanías no recuperan su coste mediante tarifas. La rentabilidad que se persigue no es financiera, sino social. Para medirla es necesario dar un paso más.


5. Análisis socioeconómico: beneficios para la sociedad


El análisis económico permite evaluar la sostenibilidad financiera del proyecto, pero una inversión en transporte raramente se decide únicamente con criterios contables. Gran parte de las infraestructuras necesarias para garantizar una movilidad eficiente y equitativa no son rentables en términos estrictamente financieros, pero sí generan beneficios muy superiores para la sociedad en su conjunto. Aquí es donde entra en juego el análisis socioeconómico, pieza clave de cualquier estudio de viabilidad moderno.


Este análisis cambia por completo la perspectiva. Ya no se pregunta si el operador recuperará la inversión, sino si la sociedad gana más de lo que gasta. Aunque una obra genere costes directos para la administración, puede producir beneficios indirectos muy elevados en forma de tiempo ahorrado por los usuarios, reducción de accidentes, mejora de la salud pública, cohesión territorial o aumento de la competitividad económica. Esos beneficios no aparecen en el balance de una empresa, pero sí mejoran la vida de miles de personas y deben ser cuantificados.


El análisis socioeconómico incorpora distintas categorías de impacto. Una de las más relevantes es el ahorro de tiempo para los viajeros. El tiempo es un recurso valioso y escaso; reducir los tiempos de viaje tiene implicaciones económicas, familiares y productivas, y mejora la calidad de vida. Otros beneficios importantes son la reducción de accidentes y la mejora de la seguridad vial, tanto en términos humanos como económicos; la disminución de emisiones contaminantes y de gases de efecto invernadero, con su efecto sobre la salud y el clima; la reducción del ruido y la mejora del bienestar urbano; la mejora de la accesibilidad a oportunidades educativas, laborales y sanitarias, especialmente en zonas vulnerables; la reducción de costes operativos para los usuarios al disminuir el uso del vehículo privado; y los efectos sobre el territorio y la cohesión social, integrando barrios, reequilibrando el crecimiento o dinamizando áreas industriales.


El conjunto de estos beneficios se compara con los costes totales del proyecto mediante técnicas de conversión monetaria, lo que permite obtener tres indicadores estándar. El valor actual neto socioeconómico mide el beneficio neto para la sociedad; la tasa interna de retorno económica evalúa la rentabilidad social de la inversión; y la ratio beneficio–coste indica cuántos euros de beneficio se generan por cada euro invertido. La regla general es sencilla: si el valor actual neto es positivo y la ratio beneficio–coste es superior a uno, la alternativa se considera en principio socialmente recomendable. Si, además, la tasa interna de retorno supera la tasa de descuento social utilizada, la inversión compensa el coste del capital público.



Cuando estos indicadores son favorables, la alternativa suele considerarse justificada para su financiación con recursos públicos, incluso si financieramente es deficitaria. Sin embargo, estos resultados dependen de un elemento fundamental: la calidad de las previsiones sobre cómo se comportará la demanda.


6. Previsión de demanda: la pieza más delicada y determinante


El análisis financiero y socioeconómico es sólido en función de sus datos de entrada, y la variable más crítica de todas es la demanda futura. Es necesario estimar cuántas personas utilizarán la infraestructura, cuántos viajes generará cada alternativa, cómo se repartirán por franjas horarias, qué modos se verán más afectados y cómo evolucionará ese comportamiento en el tiempo. Cualquier error importante en esta estimación, ya sea por exceso o por defecto, puede alterar por completo la evaluación del proyecto.


En movilidad, prever la demanda no es adivinar el futuro, sino construir una representación rigurosa del funcionamiento del sistema a partir de los datos observados, modelos de transporte y supuestos o simplificaciones transparentes. En esta tarea confluyen tres elementos clave: la modelización del transporte, la prognosis socioeconómica y la disponibilidad de datos reales.


La modelización es la técnica que permite simular cómo evolucionará la movilidad cuando se introducen cambios en la oferta o en la demanda de transporte. Los modelos macroscópicos, como los que se desarrollan en plataformas tipo Visum o TransCAD, representan la red completa con un enfoque agregado y permiten asignar flujos de tráfico, estimar cambios en el reparto modal, evaluar nuevos corredores o alternativas de transporte público y proyectar tiempos de viaje bajo distintos escenarios. Sobre ellos se apoyan las decisiones estructurales de red.


En paralelo, en los últimos años han cobrado protagonismo los modelos basados en agentes, que representan de forma sintética a personas y hogares con sus actividades diarias y sus decisiones de viaje, lo que permite estudiar fenómenos como el teletrabajo, los cambios de comportamiento ante nuevas opciones de transporte o la sensibilidad a elementos que representan el confort y conveniencia del modo de transporte (seguridad, limpieza, frecuencia, entorno, confiabilidad…)


Estos modelos se alimentan a su vez de una prognosis socioeconómica. La demanda no depende solo del transporte, sino del territorio y de la sociedad. Es necesario proyectar cómo evolucionarán la población, la estructura por edades y renta, las actividades económicas, los desarrollos residenciales o de equipamientos, las tasas de motorización o las tendencias culturales en materia de movilidad. Estas variables se integran en el modelo para construir escenarios de futuro coherentes con la planificación urbanística y las previsiones oficiales. Sin esta prognosis, cualquier previsión de demanda es artificial y poco fiable.


En paralelo, la calidad de los estudios de movilidad ha mejorado enormemente gracias a la disponibilidad de datos masivos y abiertos. En el caso de España, los estudios basados en datos de telefonía móvil anonimizados impulsados por el Ministerio de Transportes y Movilidad Sostenible permiten reconstruir millones de desplazamientos reales, conocer matrices origen–destino por franjas horarias, medir la movilidad diaria y estacional, analizar patrones de comportamiento y comparar distintos años para detectar tendencias estructurales con una precisión antes inalcanzable.


A esta fuente pública se suma la creciente disponibilidad de datos procedentes de aforos de tráfico, mediciones de ocupación en autobuses y trenes, conteos ciclistas automatizados, sensores peatonales, velocidades por tramo o disponibilidad de aparcamiento, que muchas administraciones publican ya en acceso abierto. Junto a ello, han irrumpido proveedores privados que generan información a partir de vehículos equipados con sistemas de navegación —como TomTom, Here o INRIX— y de aplicaciones móviles de uso masivo —como Google o Apple—, capaces de ofrecer datos continuos de velocidad, densidad de movimiento, tiempos de viaje y patrones horarios con una granularidad sin precedentes.


El conjunto de estas fuentes ha elevado de forma decisiva el estándar técnico de los estudios de movilidad. Se trabaja ahora con información empírica, observada de manera continua y representativa del comportamiento real de la población, lo que reduce de forma significativa la dependencia de encuestas puramente declarativas, tradicionalmente más expuestas a sesgos, recuerdos imprecisos o respuestas condicionadas. El uso sistemático de datos reales permite construir diagnósticos más robustos, modelos mejor calibrados y evaluaciones más precisas de la demanda presente y futura.



Dado el peso que tiene la demanda en los resultados finales, la metodología exige trabajar con diferentes escenarios, utilizar modelos calibrados con datos reales, explicitar y justificar todos los supuestos y, cuando sea posible, someter el ejercicio a revisión independiente. Solo así el estudio de viabilidad logra credibilidad y se convierte en una base fiable para decidir.


7. Análisis de sensibilidad, riesgos y robustez de las alternativas


Una vez estimada la demanda y cuantificados los costes y beneficios, todavía queda una fase crítica: evaluar qué tan robustos son los resultados obtenidos ante la incertidumbre. Incluso con los mejores datos y los modelos mejor calibrados, el futuro nunca coincide exactamente con el escenario central del estudio. Por eso es imprescindible preguntarse qué ocurre si las cosas no se desarrollan tal y como se ha previsto.



El análisis de sensibilidad consiste en modificar sistemáticamente ciertas variables, una a una, para analizar cómo afectan a los indicadores clave del proyecto. Se explora qué sucede si la demanda resulta ser un diez o un veinte por ciento inferior a la prevista, si los costes de construcción aumentan más de lo esperado, si los costes de operación son superiores, si el valor del tiempo utilizado para monetizar los ahorros se revisa a la baja o si el crecimiento económico y demográfico del entorno es más modesto. Si un proyecto solo es viable en un escenario muy optimista, el análisis de sensibilidad lo deja en evidencia; en cambio, si mantiene resultados razonables bajo variaciones prudentes, puede considerarse robusto.


El análisis de riesgos complementa esta visión añadiendo una capa cualitativa y estratégica. En lugar de trabajar únicamente con cifras, se identifica qué puede salir mal y cómo gestionar esos riesgos. Se consideran riesgos de construcción, como sobrecostes, retrasos, imprevistos geotécnicos o conflictos con servicios afectados; riesgos operativos, como costes de operación superiores a los previstos, falta de fiabilidad o necesidad de renovar activos antes de lo esperado; riesgos de demanda, relacionados con cambios en hábitos de movilidad, la aparición de nuevas alternativas de transporte o contextos económicos desfavorables; riesgos regulatorios y de gobernanza, derivados de cambios normativos, decisiones políticas o capacidades institucionales limitadas; y riesgos ambientales y territoriales, que pueden ir desde impactos no previstos hasta oposición vecinal o restricciones en suelos protegidos. Cada riesgo se analiza según su probabilidad y su impacto y se plantean medidas de mitigación, que pueden ir desde rediseños parciales hasta contingencias presupuestarias o implantaciones por fases.


8. Consideraciones ambientales y de sostenibilidad


En la actualidad, ninguna inversión en transporte puede evaluarse únicamente desde la óptica económica o funcional. La sostenibilidad se ha convertido en un componente estructural de la toma de decisiones, no en un apartado añadido al final del informe. Cualquier proyecto debe analizar con rigor tanto sus impactos ambientales como su contribución a los objetivos climáticos, la calidad del espacio urbano y el uso responsable de los recursos.


La movilidad es uno de los sectores con mayor peso en las emisiones de gases de efecto invernadero. Un proyecto de transporte debe examinar hasta qué punto contribuye a reducir emisiones de dióxido de carbono, disminuir la dependencia de combustibles fósiles, favorecer el cambio modal hacia modos más limpios, promover la electrificación del transporte, reducir el tráfico innecesario e impulsar patrones de movilidad sostenibles a largo plazo.


También se analizan los impactos sobre ecosistemas, hábitats y suelos sensibles. La afección a zonas protegidas, la fragmentación de hábitats, la interferencia con cursos de agua o la ocupación de suelos agrícolas pueden obligar a ajustar trazados, rediseñar soluciones o incluso descartar determinadas alternativas. En entornos urbanos, la reflexión se extiende a la ocupación y calidad del espacio público. El suelo disponible es limitado, y una infraestructura puede ser técnicamente correcta pero ocupar demasiado espacio, reducir la permeabilidad peatonal o intensificar la presencia del vehículo privado. En este contexto se valoran aspectos como la continuidad de itinerarios para peatones y ciclistas, la integración paisajística, la reducción del ruido urbano o el confort térmico y ambiental.


Además, un proyecto no solo debe ser sostenible hoy; debe ser resiliente mañana. Por eso se evalúa su comportamiento frente a fenómenos climáticos extremos, inundaciones, olas de calor, procesos erosivos o subida del nivel del mar. Una infraestructura que no ha sido diseñada con criterios de resiliencia puede requerir inversiones extraordinarias de mantenimiento, sufrir interrupciones frecuentes del servicio o quedar obsoleta antes de tiempo. De manera complementaria, el análisis ambiental incorpora la perspectiva del ciclo de vida completo, considerando el consumo de energía y materiales en la construcción, el consumo energético durante la operación, los impactos del mantenimiento, las emisiones asociadas a la renovación y la sustitución de activos, y el final de vida útil.



Todo esto conduce a una idea importante: un proyecto puede ser socialmente rentable en términos de tiempo ahorrado o accesibilidad, pero ambientalmente inaceptable, y también puede ocurrir lo contrario. El análisis ambiental no es un capítulo decorativo, sino un criterio transversal que influye en la elección final de alternativas y que, en algunos casos, puede reorientar por completo la solución elegida.


9. Del análisis al veredicto: coste–beneficio, análisis multicriterio y decisión final


Después de identificar el problema, fijar objetivos, comparar alternativas, analizar costes y beneficios, modelizar la demanda, evaluar riesgos y considerar la sostenibilidad, llega el momento más delicado de todo el proceso: decidir. Ningún proyecto debería aprobarse únicamente por intuición o por inercia política. La decisión se apoya en herramientas que permiten comparar opciones de forma transparente, objetiva y comprensible, tanto para responsables políticos y técnicos como para la ciudadanía.


En este contexto destacan dos enfoques complementarios: el análisis coste–beneficio y el análisis multicriterio. El análisis coste–beneficio sintetiza el balance entre los costes totales del proyecto y los beneficios que genera, expresados en términos monetarios, y proporciona indicadores como el valor actual neto socioeconómico, la tasa interna de retorno económica o la ratio beneficio–coste. Cuando los beneficios superan claramente a los costes y la rentabilidad social es superior a la tasa de descuento utilizada, el proyecto puede considerarse justificable desde el punto de vista económico.


Sin embargo, hay dimensiones que cuesta mucho monetizar o que resulta arriesgado traducir a euros sin introducir una fuerte dosis de arbitrariedad. Es el caso, por ejemplo, de la integración urbana, del impacto paisajístico, de la cohesión entre barrios, de la equidad social, de la compatibilidad urbanística, de la aceptación ciudadana, de la facilidad de implantación o de la flexibilidad futura para adaptar el sistema a cambios tecnológicos. Aquí es donde el análisis multicriterio aporta valor, al construir una matriz donde cada alternativa se valora según un conjunto de criterios, cuantitativos y cualitativos, ponderados de acuerdo con las prioridades del plan o de la política pública.


La decisión final suele surgir de la combinación de varios elementos: los resultados cuantitativos del análisis coste–beneficio, la robustez y los riesgos evaluados en los distintos escenarios, el desempeño relativo de las alternativas según el análisis multicriterio, la coherencia con los objetivos de movilidad, climáticos y territoriales y la viabilidad financiera e institucional para llevar a cabo el proyecto y operarlo en el tiempo. Y por encima de todo, importa la adecuación de la alternativa elegida al problema real que se quería resolver.


En movilidad, una mala decisión se paga durante décadas. Un estudio de viabilidad bien elaborado —riguroso, transparente, basado en datos, abierto a alternativas y evaluado desde múltiples perspectivas— no garantiza que el futuro sea perfecto, pero sí reduce drásticamente la probabilidad de cometer errores costosos y permite orientar la inversión hacia soluciones que realmente transforman el territorio y mejoran la vida de las personas. La clave, al final, es no perder de vista la premisa inicial: no se evalúan proyectos, se evalúan problemas. Una vez entendido el problema, las herramientas de evaluación permiten elegir, con evidencia y no con intuición, la mejor forma de resolverlo.


Referencias


European Commission, Directorate-General for Regional and Urban Policy. (2014, December). Guide to cost-benefit analysis of investment projects: Economic appraisal tool for Cohesion Policy 2014-2020. Publications Office of the European Union. https://doi.org/10.2769/97516

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Introducción La planificación del transporte requiere anticipar cómo se desplazan las personas hoy y cómo lo harán en el futuro. Sin esta información, sería imposible diseñar infraestructuras, dimensionar servicios o evaluar políticas públicas. Entre los enfoques más extendidos, el modelo de 4 etapas se ha convertido en una metodología de referencia. Nació en Estados Unidos en los años cincuenta, en plena expansión del automóvil y las autopistas, y desde entonces se ha aplicado en todo el mundo. Su éxito radica en que ofrece una estructura clara para entender la movilidad y una base sólida para el análisis cuantitativo. En este artículo se explica en qué consiste, cómo funciona cada etapa y cuáles son sus limitaciones. 1. Generación de viajes La primera etapa responde a la pregunta: ¿cuántos viajes se realizan? Se trata de estimar la cantidad de desplazamientos producidos y atraídos en cada zona del área de estudio. Para ello se utilizan datos como: población residente, nivel de ingresos, tasa de motorización, número de empleos, atracción de centros comerciales, educativos, sanitarios o de ocio. Métodos habituales Modelos de regresión: se relacionan los viajes generados con variables socioeconómicas. Modelos por categorías: la población se agrupa en segmentos (edad, renta, ocupación) y se aplican tasas de viaje específicas. Ejemplo práctico: en una ciudad universitaria, los campus generan un gran número de viajes en horarios muy concretos; en una zona residencial, el origen de los viajes está más ligado a los desplazamientos al trabajo. 2. Distribución de viajes Una vez conocidos los viajes generados, surge la segunda pregunta: ¿hacia dónde se dirigen? Aquí se construyen las matrices origen–destino (O/D), que recogen cuántos viajes se producen entre cada par de zonas. Métodos más utilizados Modelo gravitacional: inspirado en la ley de la gravedad, supone que los viajes entre dos zonas aumentan con el tamaño de estas (población, empleos) y disminuyen con la distancia o el tiempo de viaje. Modelos de oportunidades: consideran la accesibilidad a oportunidades intermedias (ej. empleo disponible a lo largo de la ruta). Ejemplo: en una ciudad con varias áreas industriales, los viajes se distribuyen en función de la accesibilidad a los polígonos y de la distancia desde las zonas residenciales. 3. Reparto modal La tercera pregunta es: ¿qué modo de transporte eligen las personas? Esta etapa es crítica, porque de ella depende entender cómo se reparte la movilidad entre coche, transporte público, bicicleta, caminar, motocicleta u otros modos. La ecuación de Coste Generalizado (CG) El mecanismo clásico es la ecuación de Coste Generalizado, que transforma los factores que influyen en la elección en una unidad común (euros). Costes monetarios (out-of-pocket): billete, combustible, aparcamiento, peajes. Costes de tiempo: viaje, espera, acceso, transbordos, convertidos en euros mediante el valor del tiempo. Métodos de modelización Modelos logit multinomial (MNL): los más habituales, asignan una probabilidad a cada modo en función del coste generalizado. Modelos nested logit o probit: introducen mejoras cuando los modos tienen correlaciones (ej. distintos tipos de transporte público). 4. Asignación de viajes La última pregunta es: ¿qué rutas siguen los viajes en la red? Aquí se asignan los desplazamientos a la red viaria o de transporte público, considerando la congestión y el comportamiento de los usuarios. Principios básicos Equilibrio de Wardrop: cada viajero elige la ruta más ventajosa para sí mismo, y el sistema alcanza un equilibrio en el que ningún usuario puede mejorar su viaje cambiando unilateralmente de ruta. Asignación estocástica: introduce elementos aleatorios para representar la incertidumbre en la percepción de los tiempos de viaje. Ejemplo: en hora punta, la congestión en una vía principal puede hacer que algunos conductores elijan rutas alternativas, aunque más largas, para evitar atascos. Aplicaciones prácticas El modelo de 4 etapas se utiliza en múltiples ámbitos: Planes/Estudios de Movilidad. Ordenación Territorial y Urbanística. Evaluación de infraestructuras viarias y ferroviarios. Análisis de demanda de nuevos servicios de transporte público. Políticas de gestión de la demanda: peajes urbanos, zonas de bajas emisiones, tarificación del aparcamiento. Estudios de impacto ambiental y socioeconómico. Limitaciones y nuevas perspectivas Pese a su solidez, el modelo de 4 etapas tiene una limitación importante: no incorpora de manera directa la experiencia de usuario. Los factores que influyen en la elección modal van más allá de los euros y los minutos. 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